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La Juana Figueroa

09/02/2012. Rincón Literario > Poesía

El poeta e historiador Miguel Ángel Cáseres relata la historia de una mujer que pasó a convertirse en una santa popular tras morir presa del amor a un hombre.

La noche del sábado 21 de Marzo de 1903 el carpintero Isidoro Heredia (31 años) asesinó a su esposa Juana Figueroa de 22 años. El mal comportamiento de la mujer y los exacerbados celos del marido no ayudaron a una buena relación. Heredia había descubierto los amoríos de Juana con Calixto Caseres, con quien se había fugado el año anterior a Buenos Aires y de regreso a Salta continuaba sus amoríos en La Merced.


En la tarde del domingo 29 de Marzo el cuerpo fue descubierto por niños que recorrían la zona circundante a la Zanja Blanca en búsqueda de chapuzones, algunos peces, avecillas abundantes por esos tiempos como bumbunas, charatas y torcazas, además de recoger frutos silvestres. La curiosidad pudo más que el miedo y la fetidez. El cadáver estaba carcomido por animales vagabundos. El informe del comisario general Royo permitió que prontamente los salteños se enteraran de “el crimen del puente blanco”. El cadáver pertenecía a una persona de estatura alta, color blanco, pelo negro y abundante. Poseía dos dientes que sobresalían sobre los demás en su mandíbula superior. Peinado de rodete asegurado con horquillas grandes y amarillas. Vestía indumentaria color negro y calzado de charol, que se los había regalado su hermano inserto en el tercero de artillería y asistente de un alto oficial y que el carpintero Heredia se los había entregado a su esposa en la esperanza que los luciera en su compañía. Esto y muchas otras cosas que conocieron cuando en las últimas horas del miércoles 3 de Abril Isidoro le confesó al Juez de Instrucción Dr. Luis López su crimen. De su amor por Juana Figueroa. De las oportunidades que le había dado para reencauzar su vida y rescatar la armonía hogareña. Que aquel sábado encontró a su mujer en las cercanías de la estación de trenes coqueteando a otros hombres. Que los celos pudieron más que el amor.

Que la trasladó hacia el lugar del crimen donde la víctima opuso resistencia, pretendió huir, y cuando quiso asirla su esposa lo agarró de la garganta. Que apartó su mano, la tomó del cuerpo, la dió en tierra y la apretó. Que fue un loco frenesí, tanto que le costo reconocerse. Tomo un hierro que solía llevar para sus tareas de carpintero. Le dió un fuerte golpe en la cabeza. Eran la diez de la noche, la víctima dió un alarido que se deparramó entre las sombras. El asesino repitió otros golpes hasta que los gemidos de la mujer se apagaron. Se retiró presuroso del lugar, y a medida que avanzaba el dolor y el miedo se apoderaron de su persona.


La justicia determinó que Heredia obró bajo la influencia de una pertubación intelectual no imputable al autor del hecho. Las campanas de la iglesias capitalinas estaban lanzadas al viento en un quejumbroso latido cuando el venedicto condenó a Heredia a la pena de diez años de prisión que cumplió en Ushuaia. Obtenido su libertad residió un tiempo en Buenos Aires. Regreso a Salta después de veinticinco años. Nunca nadie dijo nada respecto del pequeño, hijo de la pareja, que acompañaba a Juana al momento de su asesinato. Encorvado y avejentado, Isidoro recorrió las angostas veredas de las calles circundantes a la escuela Roca, hasta que falleció en el año 1964. Para entonces la Juana Figueroa había adquirido la dimensión de una santa popular.
 

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