Crónica de una ignominia
15/05/2015. Análisis y Reflexiones > Otros Análisis
Abel Cornejo expresa el sabor amargo que dejó el clásico de Boca - River, una fiesta que se vio empañada por la violencia.
Soy hincha de boca, creo que desde el momento en que nací. No fanático, porque el fanatismo, en cualquier orden, conforme la definición de George Santayana es: “redoblar los esfuerzos en algo cuando ya hemos perdido los objetivos que nos habíamos marcado en su momento". La Boca es uno de los barrios más pintorescos de la ciudad de Buenos Aires. Parecería que los barcos y ensenadas de Benito Quinquela Martín fuesen eternos. Su colorido y su identidad lo hacen diferente a todo. A principios del siglo XX, la Boca hasta quiso ser república. Ir a la Bombonera es un espectáculo indescriptible y emocionante.
Todo ese bagaje llevamos en el alma los hinchas de Boca. Uno de los errores fatales del fanático es cegarse ante la realidad y creer que todo lo puede. Lo sucedido anoche, 14 de mayo, en el clásico por la Copa Libertadores de América entre Boca y River no se olvidará fácilmente, porque de pronto aparecieron fotografías de un país que no queremos, pero también apareció una multitud que civilizadamente estuvo por encima de dirigentes y algunos pocos inadaptados que no es que quisieron empañar el espectáculo, sino aniquilarlo con su bestialidad.
Ya al promediar el primer tiempo del superclásico se avizoraban hechos anómalos, comenzaron a encandilar con láser los ojos del arquero de River, Marcelo Barovero, y de algunos jugadores. Tal vez hubiera sido mejor encandilarle la táctica al técnico xeneixe Rodolfo Arruabarrena, quien impotente comenzó a enojarse indisimuladamente porque su adversario le había cortado el juego, literalmente. Cuando el equipo de River salía por la manga a jugar el segundo tiempo, alguien o algunos lanzaron una bengala fosfórica, otros dicen que gas pimienta, pero el caso es que cuatro jugadores quedaron cegados y en el acto se brotaron de eritemas, con lo cual, de haber habido un mínimo de sentido común, el partido debió haberse suspendido en el acto. No por ventaja deportiva, como algún iluminado comentarista decía a viva voz, sino porque la violencia jamás puede ser bien recibida en ninguna parte.
A continuación vino el grotesco. El presidente de River Plate, Rodolfo D´Onofrio, ingresando al campo de juego; Rodolfo Arruabarrena enojado esperando que se reanudara el partido; un policía fornido de ojos claros mascando chicle con media sonrisa, hablaba por teléfono y hacía señas hacia una seguridad que nunca llegaba; el árbitro del partido como convidado de piedra, cuya autoridad ya para entonces había quedado totalmente desdibujada; un vándalo con soldador tratando de perforar el alambre para que la turba entrase al campo de juego fue filmado y tomado hasta el cansancio por las cámaras de televisión, pero en el lugar no había ningún policía, ni acudió jamás. El perforador estaba ubicado justo atrás de la manga por la que salieron los jugadores de River; más dirigentes de River circunspectos pero inútiles y otro fornido señor de la CONMEBOL quien durante el lapso de dos horas, con los jugadores de ambos equipos en el campo de juego, no atinaba a tomar una decisión. Se llegó al absurdo de consultarle al técnico de River, Marcelo Gallardo quien esta vez, con sabiduría se negó a proseguir. Hace algunos años Gallardo rasguñó la cara del arquero Roberto Abondanzzieri en otro hecho inexplicable. Anoche, debe hacerse el encomio, actuó bien. No puede decirse lo mismo del técnico Arruabarrena, quien como si la seguridad de los espectadores y del partido fuesen cosas nimias, en vez de formar y organizar la salida de sus jugadores acompañando a los de River hacia el vestuario, luego de casi dos horas de suspendido el partido, ensayó formar su equipo en la mitad del campo: increíble y lamentable. Una fiesta del fútbol, porque de eso se trata, de una verdadera fiesta, quedó interrumpida, será inexorablemente sancionada, y la multitud de hinchas de ambos tradicionales rivales en vivo y por televisión, nos quedamos con algo más que un sabor amargo, nos quedamos con la convicción que todo lo que vimos es lo que los argentinos definitivamente no queremos…