Retrato de una jueza ejemplar
10/05/2014. Análisis y Reflexiones > Análisis y Reflexiones
Abel Cornejo reconoce el coraje de la jueza de la Suprema Corte de Justicia en su paso por la justicia.
Con el deceso de la doctora Carmen María Argibay, la República despide de una de sus juezas más destacadas, a lo largo de su historia, no sólo por su valentía y criterio, sino por haber dado muestras de independencia en todos sus procederes, aún a costo de que varias veces arriesgó su vida.
En el trato personal, la Dra. Argibay era una mujer sencilla, franca, vehemente, simpática y de una honestidad sin par. Tenía condiciones de liderazgo natural, lo cual la llevó a fundar la Asociación Argentina de Mujeres Jueces de la Argentina, y en honor de la verdad fue la primera mujer en ocupar un sitial en la Corte Suprema de Justicia de la Nación, durante la democracia, habida cuenta que la Dra. Margarita Argúas había sido designada durante el gobierno de facto, que usurpara al poder al presidente don Arturo Humberto Illía. Carmen Argibay era una mujer que no concebía que se pudiese atentar en contra del Estado de Derecho y las garantías individuales, y defendió con pasión su condición de mujer, en la convicción de la que la igualdad estaba en la esencia de la humanidad.
Carmen Argibay era una trabajadora incansable, absolutamente comprometida con sus ideales y con la democracia, respecto de la cual solía citar a Churchill cuando decía: que tal vez no fuese la mejor forma de gobierno, pero estaba convencida de que era la única humanamente posible. Cuando fue detenida sin causa y sin proceso durante nueve meses en 1976, y le bajaron la puerta de su casa literalmente a patadas, sus captores se encontraron con una mujer pequeña, de ojos azules vivaces, mirada firme y profunda, quien dijo que se entregaba no por convicción, sino para evitarle el dolor a su madre de que tuviera una hija fusilada. Esa escena la describe tal cual era.
Tuvo una visión de la justicia que muchos probablemente no alcanzaron a comprender en su cabal dimensión; porque lejos de hacer lo que quería en su función, tuvo la rara virtud de hacer lo que debía, y de sostener sus posiciones, aún a costa de quedar en numerosas ocasiones, tan sola como el ombú en la pampa, solía decir risueñamente. Integró con dignidad, prestancia y solvencia el Tribunal que debió juzgar los horrorosos crímenes que se cometieron en la ex Yugoeslavia, y cuando ingresó a la Corte Suprema, fue la misma mujer que antaño solía compartir con amigos discusiones políticas, jurídicas y filosóficas de manera incombustible.
Hizo del coraje un principio irreductible, y probablemente esa tozudez le ganó el respeto y reconocimiento aún de sus más enconados adversarios. Quien escribe estas líneas tuvo el honor de conocerla y de gozar de su amistad, y la despide con el mayor respeto y una inembargable emoción como juez y como argentino.